lunes, 10 de agosto de 2009

Las promesas.

Hace tiempo pensaba que los temas me perseguían, pero lo cierto es que tengo fascinación por determinados temas y es mi inconsciente el que hace que los enfoque en mi en torno. Ahora el tema que me persigue es el de las promesas, un verdadero terreno minado.

No sé si haya tipos de promesas, como sea, son compromisos que nosotros aseguramos cumplir y que, generalmente, tienen que ver con realizar o no realizar determinadas acciones. Hoy leía el blog de Leila Macor, y al final de su más reciente entrada decía algo así: “porque desde el momento en que vivimos en hacinamiento, las relaciones humanas son el constante, y muchas veces frustrado, esfuerzo de molestarnos mutuamente lo menos posible.” Supongo que en ese no molestarnos también está ese otro frustrado intento por no herirnos entre nosotros y por eso prometemos, para poder controlarlo de alguna forma. Mecanismo de supervivencia, de protección.

Como garantía de nuestras promesas están nuestro honor -no tengo nada que ofrecer, excepto mi palabra-, nuestras creencias – lo prometo en nombre de mi dios- y hasta nuestros seres queridos –lo prometo en nombre de mi hijo/madre/mío-. Todo para darle valía a nuestra sentencia. En la vida cotidiana cumplir una promesa otorga al cumplidor reconocimiento y orgullo: él/ella si cumple su palabra.

Socialmente entiendo el valor de las promesas: nos regimos por normas de conducta que permiten una sana convivencia unos con otros, reglas de comportamiento donde se premian ciertas acciones y se castigan otras para estar lo más a salvo posible. De cierto modo este modelo funciona, pero a veces comprometemos, con las promesas, cosas que no se deberían hacerse como voto como: el amor, la entrega, la confianza, la fidelidad, pues éstas se dan o no. Y cuando ya han sido pronunciadas –quizá llevados por el momento- ¿debemos cumplirlas aunque la situación sea distinta? ¿Si ya no queremos consumarlas? ¿Qué pasa cuando esas promesas nos atan? ¿Y si no las cumplimos?
Hemos aprendido estas normas desde pequeños –prueba y error-, crecemos y nos parece natural tachar de incumplido(a) a la persona que no lleva a termino su promesa, y los que “fallan” a esta palabra cargan con ello con cierta culpa. Y con ese aprendizaje de que el mundo funciona así, también hemos aprendido a padecer el no cumplimiento de una promesa.

Y bueno, si confiamos en una persona, ¿para qué prometer? Y si esta persona no puede o no quiere ya cumplir esa promesa, ¿debemos guardar resentimiento por ello? ¿Debemos sentirnos obligados a cumplirla? Si hoy estás convencido de algo, pero mañana cambia la situación, ¿por qué atarnos a esas palabras? A veces se requiere mucho más valor para romper una promesa que para hacerla. Claro, no digo que hay que andar pronunciando promesas cual bolo en bautizo –hay que ser respetuosos con las palabras-, sólo debemos tomar en cuenta que podrían o no cumplirse y que así esto del fútbol, pues en realidad hay situaciones que no podemos controlar. Y sin embargo, y pese a todo lo dicho, me gusta creer en las promesas pronunciadas –asumo con ello la posibilidad de que algo cambie-, por ahora, soy feliz creyendo esas palabras, pues no es la promesa quién me da la certeza, sino los actos que son congruentes con lo que se dice y que me han dicho mucho más de ti y de mí que todo lo que pudiéramos prometernos.

Gracias.

Saludos.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

muy cierto todo lo que escribes.
saludos!!

Igor dijo...

Me encanta, me encanta, me encanta.

No podría estar más de acuerdo.

En verdad me gustan tus palabras y creo en ellas como creo en tí.

bogues26 dijo...

hablan mas los hechos que las palabras. si se debe prometer algo problablemtente tus acciones no hablen tanto.