miércoles, 11 de julio de 2012

"Pregúntale al polvo". John Fante. Prólogo de Bukowski


"Yo era joven, pasaba hambre, bebía, quería ser escritor. Casi todos los libros que leía pertenecían a la Biblioteca Municipal del centro de Los Ángeles, pero nada de cuanto me caía en las manos tenía que ver conmigo, con las calles, ni con las personas que me rodeaban. Me daba la sensación de que todos se dedicaban a hacer juegos de prestidigitación con las palabras, que aquellos que no tenían prácticamente nada que decir pasaba por escritores de primera línea. Sus libros eran una mezcla de sutileza, artesanía y formalismo, y era esto lo que se leía, se enseñaba en las escuelas, se digería y se transmitía. Era un invento cómodo, una Logocultura ingeniosa y prudente. Había que volver a los autores anteriores a la Revolución Rusa para encontrar algo de aventura, un poco de pasión. Había excepciones, pero eran tan escasas que se agotaban rápidamente y uno se quedaba sin saber qué hacer ante las filas interminables de libros insípidos. A pesar de todo lo que podía haberse aprendido en los siglos precedentes, los autores modernos no eran lo que se dice muy hábiles. Cogía de las estanterías un libro tras otro. ¿Por qué nadie decía nada? ¿Por qué no alzaba nadie la voz por encima de la de los demás? Probé en las distintas secciones de la biblioteca. La sala de Religión me pareció un páramo tan vasto como inútil. Fui a la de Filosofía. Di con un par de alemanes resentidos que me estimularon una temporada, hasta que los olvidé. Probé con las matemáticas, pero las matemáticas superiores no se diferenciaban de la religión. No me afectaban en absoluto. Lo que yo buscaba no se encontraba al parecer en ninguna parte. Probé con la geología, y al principio sentí cierta curiosidad, pero me resultó insustancial a la postre. Descubrí ciertos libros sobre cirugía y me gustaron los libros sobre cirugía: las palabras eran nuevas

 Y maravillosas las ilustraciones. En concreto, me gustaron y memoricé los detalles de las operaciones del mesocolon. Al final abandoné la cirugía y volví a la gran sala abarrotada de autores de novelas y cuentos. (Cuando tenía morapio en abundancia no iba por la biblioteca. Una biblioteca era un lugar estupendo para pasar el rato cuando no se tenía nada para comer o beber y cuando la dueña de la casa le perseguía a uno con los recibos atrasados del alquiler. En la biblioteca, por lo menos, se podía ir al lavabo sin problemas.) Vi muchísimos compañeros de vagabundeo allí, y casi todos dormidos sobre el libro abierto. Seguí recorriendo la sala general de lectura, cogiendo libros de los estantes, leyendo unas cuantas líneas, unas cuantas páginas, y dejándolos en su sitio a continuación. Pero cierto día cogí un libro, lo abrí y se produjo un descubrimiento. Pasé unos minutos hojeándolo. Y entonces, a semejanza del hombre que ha encontrado oro en los basureros municipales, me llevé el libro a una mesa. Las líneas se encadenaban con soltura a lo largo de las páginas, allí había fluidez. Cada renglón poseía energía propia y lo mismo sucedía con los siguientes. La esencia misma de los renglones daba entidad formal a las páginas, la sensación de que allí se había esculpido algo. He allí, por fin, un hombre que no se asustaba de los sentimientos. El humor y el sufrimiento se entremezclaban con sencillez soberbia. Comenzar a leer aquel libro fue para mí un milagro tan fenomenal como imprevisto. Tenía tarjeta de lector. Rellené la hoja del servicio de préstamo, me llevé el libro a casa..." 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente fragmento